A LA DERIVA
Así es como nos parece encontrarnos. Como el barco cuyo timón se estropea y pierde el rumbo. Como el instante en que los navegantes se encuentran al pairo entre el oleaje. Perdidos en una marea con la que no contaban. Abandonados.
Una vez que no sirven de nada los confinamientos perimetrales, ni las mascarillas, ni la distancia personal, ni renunciar a besos y abrazos, ni lavarnos las manos hasta desollarlas, ni los geles hidroalcohólicos. Nada de nada. Lo único que nos queda es la oración.
Tal vez por eso el Presidente del Gobierno ha ido a ver al Papa Francisco al Vaticano. Porque la fe en estos momentos es la única agarradera para apretar los dientes y la rabia, la tristeza, la impotencia y la zozobra. ·El miedo a la presencia constante de la enfermedad, el pánico a un futuro de pobreza. Papa Francisco, ruega por nosotros. Pedro ruega por nosotros. Nos encontramos a la deriva.
Pasamos la primera oleada, el primer envite después de un duro confinamiento que a pesar de que estuvo a punto de dejarnos tocados del ala en lo psíquico, fuimos capaces de soportar hasta el final. Y llegó la desescalada. Una torpe, quizás anticipada, desescalada, que festejamos con igual desenvoltura que el comienzo de la feria de un pueblo. Con algarabía y reuniones con más gente de la precisa. A bombo y platillo, que los españoles, ya se sabe, somos muy festivos para nuestras cosas.
En esas estábamos cuando se iba el calor y llegó la segunda. Más de lo mismo, en primera estancia. Mascarillas, gel hidroalcohólico, rozamientos de codos y un atisbo de miedo cada vez que veíamos un botellón nocturno, o similar. Porque el virus había vuelto con saña, o tal vez peor, no se había ido, y ahora teníamos que buscar nuevos medios para luchar contra él. Esperábamos alguna solución de los medios oficiales, de los políticos en curso y de los sanitarios expertos.
Cada noche veíamos la televisión para que el Ministro de Sanidad y sus adlátares nos indicaran que camino tomar. Creíamos que estaban para ayudar a los ciudadanos.
Hemos recibido información en paralelo cada día. Nos han dicho una cosa y su contraría al día siguiente. Las normas debe darlas el Gobierno central, decían un Lunes. Debe hacerlo el Gobierno Autonómico, decían el martes.
Y mientras las cifras de contagio iban aumentando a velocidad de vértigo. Los hospitales registraban cada vez más incorporaciones y menos bajas. Empezaban a faltar camas, se llenaban las UCI hasta los topes. Hemos ido de mal en peor hasta el momento crucial en el que el Presidente del Gobierno en medio de un caos total, decide viajar a Roma y visitar al Sumo Pontífice.
No hay que tomarlo mal. A lo mejor es que ha pensado que Bergoglio tiene escondida la pócima mágica que logra desplazar al virus, y solo la concede a los buenos, buenísimos hijos de la iglesia. Al menos en esta ocasión estará el solo y no le acompaña el ministro de sanidad ni el inefable doctor Simon, así no hay riesgo de controversia.
No tenemos remedio. O mejor dicho, no tenemos un Gobierno como es debido que funcione con lógica y sentido del deber. Estamos en medio de un oleaje que se está convirtiendo en tempestad y nuestros gobernantes solo saben gritar en el Parlamento y tirarse los trastos a la cabeza unos a otros.
Los españoles empezamos a asumir que estamos solos y la desgracia de los enfrentamientos por naderías en el Congreso es algo que debemos soportar como castigo por haber hecho algo mal.
Nada peor que elegir a los políticos que tenemos. A los que no se aclaran ni ayudan al ciudadano en problemas tan graves como la Pandemia.
En concreto, vamos a la deriva. Papa Francisco ruega por nosotros.
Ana María Mata
Historiadora y Novelista
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