En aquellos tebeos de PULGARCITO, placer de nuestra infancia y adolescencia, el genial dibujante M. Vázquez creó un personaje especial, dentro de la viñeta conocida como “La familia Cebolleta”: el abuelo. Con larga barba, bufanda, bastón y pie escayolado, el abuelo Cebolleta intentaba una y otra vez relatar a cualquiera que se le pusiera por delante una o dos de sus innumerables “batallitas”, en las cuales era prolijo y concienzudo, razón por la que acostumbraban a huir de él en cuanto le veían aparecer por algún rincón.
Esa imagen del abuelo-batallita se configuró como estereotipo hasta finales del XX, y comienzos del XXI cuando las cosas empezaron a tomar un rumbo diferente. Hasta entonces, los abuelos eran personajes entrañables, pero apartados de la circulación por sus achaques, y en el caso de ser hablador alguno de ellos, por sus batallitas. Se temía el recuento imparable de las hazañas, que se suponía ellos exageraban, y las retahilas de sus vidas anteriores, en ese afán de recordar que la edad avanzada propicia sin remedio.
Se les apartaba de los actos cotidianos, y se acostumbraba a sentarlos al sol en invierno, y a la sombra en verano, mientras los buenos hijos se preocupaban de que tomaran su sopita caliente, su maizena de noche, y un cigarrito de vez en cuando a los varones.
Las abuelas que no habían perdido visión hacían croché para colchas de novias, cortaban las hebras de las judías verdes y a lo mucho mecían con placidez al recién nacido en la cuna.
Pero como hoy los tiempos adelantan que es una barbaridad, la época nueva ha barrido de un soplo esas imágenes que teníamos congeladas en el subconsciente, y ha hecho surgir una generación de abuelos tan distintos, que merecen que les dediquemos al menos estas páginas.
Los padres de hoy trabajan los dos, por lo general, y tienen menos descendientes. Pero los que tienen (habitualmente dos) necesitan a alguien que los cuide mientras sean pequeños hasta que aparezca uno de los progenitores de vuelta del trabajo.
Se empieza por ahí, por la necesidad, y poco a poco se va alargando el tiempo hasta que la inercia y el cariño de los ya viejos, les hace retener a la prole horas y horas, además de darles, y hacer antes, la comida, llevarlos y traerlos del colegio, pasear al bebé por el parque y entretener al mayorcillo, si hace falta jugando con él al fútbol como en los viejos tiempos de antes.
Con la crisis, hubo un importante factor añadido: la falta de trabajo. La economía cayó hasta límites insospechados, y dicha situación obligó a los “yayos” a repartir la pensión con la familia al completo. Gracias a la paga de los abuelos muchas familias españolas han podido seguir alimentando a sus hijos en los años anteriores, incluida la compra del zapato de tenis, el chaquetón o los pantalones vaqueros.
Los abuelos han pasado a ser, de aquellos retratados en la familia Cebolleta, a unos activos incondicionales a los que -imagino- ya hasta se les permite contar alguna que otra batallita, con tal de que siga colaborando en el planning familiar.
Con lo que no se ha contado, me atrevo a imaginar, es con el cansancio, incluso el agotamiento, de una abuela, por ejemplo, que además de hacer la compra semanal, carrito a cuestas por las calles, hacer la comida para todos, limpiar lo imprescindible o pasear al bebe y recoger a los niños del colegio, además, decía, tenga algún que otro plan con alguna amiga de su edad para merendar o ir al cine.
Se ha pasado de los abuelos inmóviles a los todo- terreno que jadean presurosos para llegar a todos los sitios donde son necesarios.
Y lo penoso, sin querer ser agorera, es que se les pide que no enfermen. Porque de hacerlo, y con cierto rubor moral, pero certeza, se comienza a mirar la cercanía de un lugar destinado a llevarlos.
Triste final de un circuito del que el abuelo Cebolleta se libró por la magnanimidad de Vázquez, que retiró sus viñetas antes.
Ana María Mata
Historiadora y Novelista
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