No solo Proust, todos tenemos una magdalena especial cuyo olor y sabor nos conduce, en movimiento retroactivo de las neuronas, a un instante del pasado que nos conmovió en lo más hondo y nos hizo llegar incluso a las lágrimas. Somos al fin y al cabo lo que la memoria nos devuelve, y ya sabemos que dicha señora es enormemente selectiva.
Hace pocos años, una mañana cualquiera de principios de verano paseaba tranquila por el camino que, desde la Alameda, lleva a la playa, y que en mi niñez lo ocupaba la tapia trasera de la casa de los Lavigne a la derecha, y un solar vacío donde se instalaba el circo, a la izquierda. Sendero habitual para llegar al mar en los veranos de mi infancia, a un tiro de piedra, como si dijéramos de la librería, mi hogar de entonces.
Al llegar a la encrucijada donde en aquel tiempo se encontraba la serrería de la familia Marino Villar, de una de las ventanas del hoy imponente edificio Mediterráneo, una radio encendida a todo gas dejaba oír la voz de Juanito Valderrama cantando su entrañable y vieja canción “El emigrante”. Al mismo tiempo, unos pasos más abajo, el hueco de una cocina expandía el olor inconfundible de un puchero con su correspondiente hierbabuena. Por unos minutos el tiempo se detuvo y un golpe de emoción incontenible arrebató a mi modesta persona del presente para llevarla a otras mañanas del pasado donde alguien que se parecía a mi – con trenzas, alpargatas con cintas y un trozo de corcho para flotar- bajaba igualmente hacia la playa y en ese mismo lugar, sonaba Valderrama con su nostalgia de emigrante a la vez que hasta mi olfato llegaba el conocido olor y hasta sabor de un puchero con hierbabuena. La única diferencia consistía en que donde hoy se alza el mazacote del E.Mediterráneo había una mujer morena lavando ropa en una pila de piedra mientras tarareaba con afán siguiendo la melodía de “El Emigrante”, y cerca de la serrería estaba la casa de Roque, el basurero del pueblo
Varias veces coincidimos la mujer, Valderrama y servidora con el olor de un caldo que prometía saber a gloria. Siempre volvía de la playa con la esperanza de encontrarme el plato de puchero ante mi mesa, cuyo sabor ya casi habían experimentado mis pupilas gustativas de antemano.
Recuerdo esos momentos como únicos, y aunque se que los he mitificado hasta casi la sublimidad, no he logrado eliminar la magia del ensamblaje entre canción, paladar, y mujer que lava entre macetas de flores.
Quizás por ello, esa comida tan nuestra de “diario”, el puchero y su “pringá”, sigan estando entre mis almuerzos preferidos, y el paso de los años solo ha conseguido aumentar el placer de saborear cada cucharada de caldo blanco con fideítos, arroz o pan, y una rama de hierbabuena flotando entre sus garbanzos y patatas.
Nada ha sustituido el momento en que con un pedazo de pan el tocino y la carne adquieren la categoría de masa al aplastarlo varias veces y después llevarlo a la boca.
Sé que no alcanza en los actuales varemos de refinamiento culinario renglón alguno. A nadie se le ocurre dar un plato de puchero a un invitado de categoría. Allá en el norte sonríen con ironía cuando pides un trozo de “añejo” y de pollo para un puchero como Dios manda. ¡Qué sabrán ellos!…desconocen los muchos estómagos delicados que ha llegado a curar y las excesivas familias que salvaron su hambre de postguerra (en Málaga, al menos), gracias al caldito milagroso que, transmitido de generación en generación ha llegado hasta hoy y nos acompaña una vez por semana como amigo inseparable.
En los tiempos que vivimos, donde la cocina se ha transformado en arte para algunos, y en valor de cambio mercantil para tantos a fuerza de no saber lo que comes por muchos intentos que hagas por adivinarlo; sabores encontrados, contrastes que el paladar agradece y también puede llegar a abominar. Cuando cocinar no es solo alimentar un cuerpo para hacerlo sobrevivir, como tuvieron que hacer nuestras abuelas y algunas madres, junto al aceite de hígado de bacalao y demás potingues, escribo estas líneas para alabar ese puchero que acompañó a la época de nuestro crecimiento, que nunca sentaba mal y olía a manjar celestial. Aconsejo tomarlo junto a un rescatado disco de “El Emigrante”, de Juanito Valderrama.
Ana María Mata
Historiadora y Novelista
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