Corrían los últimos años de una década para nosotros muy particular. Abril 1950. Marbella preparaba su ajuar de debutante. Olor a liturgia recién celebrada. La canela de un arroz con leche cercano rememora a Proust en algunas papilas sensibles. Hay una ligera modorra primaveral.
De golpe, una oronda silueta –párpados gruesos, vientre de bodega, papada de cardenal- trata de salir del asiento trasero de un coche con bastante dificultad. Viste pantalón corto y alpargatas de cáñamo. Su figura parece recién salida de una escena del Amarcord de Fellini. No lo parece pero es un intelectual aunque sobrealimentado. También un señorito, como lo demuestra su rimbombante título: Conde de Berlanga de Duero. Su nombre es Edgar Neville de Romree.
No pueden los muchos años pasados sobre esta imagen borrar de mi retina el momento en que Edgar Neville subía el escalón de la librería que regentaba mi padre. Establecimiento que frecuentaría tanto como para crear un clima de cordialidad extrema entre el hombre del que pronto supimos su categoría social y artística y una familia de libreros de un pueblo que empezaba a dar sus primeros pasos turísticos. Separado ya de la aristócrata malagueña Ángeles Rubio Argüelles, fundadora del teatro A.R.A., venía acompañado de Conchita Montes, su gran amor, actriz de teatro y genial creadora del Damero Maldito en la revista La Codorniz.
Sus ciento treinta kilos de peso le obligaban a un régimen de comidas severo que Conchita vigilaba con sumo cuidado. Venía a ver libros en horas de cierre y sentado en silla de anea conseguía a escondidas un pequeño avance de lo que se cocía en la cocina y el olfateaba con avidez. Reíamos con la transgresión mientras él indagaba sobre mis lecturas. Fue mi primer maestro. Tal vez el placer reflejado en sus ojos al abrir un libro quedó para siempre en algún rincón de mi mente. He presumido siempre de ello.
Edgar Neville fue uno de los primeros invitados de Ricardo Soriano. Compró una parcela junto a él y construyó lo que sería su casa a la que llamó “Malibú”. Desde entonces no dejó un solo año de venir hasta su muerte. Antonio Mingote me dijo después que en su lecho de enfermo le espetó con cara compungida: “Se acabó Marbella para mí, Antonio”.
Se enamoró de nuestra ciudad con la fuerza y pasión que ponía en todo, con la vehemencia con que desarrolló su gran carrera como intelectual: cineasta, escritor, dramaturgo, periodista, poeta, diplomático, humorista… Neville fue miembro de de aquella que se llamó otra Generación del 27, o del humor del 27, junto a Jardiel Poncela, Tono, Mihura, discípulos de Gómez de la Serna y de la tertulia del Pombo.
Algunos califican como su mejor película –entre ellas está El Baile, El señor Esteve, El marqués de Salamanca, La torre de los siete jorobados, La señorita de Trévelez, El malvado Carabel, etc.- la que rodó protagonizada por su amada Conchita Montes, “La vida en un hilo”, atreviéndose en ella a retratar la realidad de la sociedad franquista bajo los tonos difíciles de ironía y mordacidad.
Su sentido del humor y su forma de ir por la vida, eterno hombre de cultura a su aire, hizo que se acercaran a él las más variopintas personalidades, desde Belmonte al Madrid golfo del Chicote, desde Chaplin, que le abrió las puertas de Hollywood a Douglas Fairbanks.
Durante sus estancias en Marbella fue anfitrión y acompañante de Jean Cocteau, el gran intelectual francés que llegó de la mano de otra bohemia singular, Ana de Pombo. Juntos formaron un triángulo de esplendor artístico que brillaba en los rincones de La Maroma, donde Cocteau pintaría unos paneles para Ana.
Su idilio con Málaga y Marbella fue intenso y sentido. Volvía una y otra vez, festejando lo que para él era esta tierra, un estilo de vida novedoso frente a lo provinciano y nacionalista.
Edgar Neville luchó por conseguir apurar al máximo su vida y acuñó una frase que lo define por encima de todo: “Nos damos la gran vida los que tenemos propensión a ello y gastamos todo lo que ganamos no en comprar valores ni en hacer negocios, sino en vivir como queremos”.
Quiero terminar con algo que guardo como un pequeño tesoro. Me preguntó en una ocasión mientras le bajaba un libro de Austral: “¿Toda la familia es de aquí? Todas las generaciones, Don Edgar, le respondí. “¡Qué suerte, toda la vida en el paraíso”.
Así era el hombre especial del que al parecer, existe la iniciativa de dar su nombre al Auditorio de la Diputación. Sería en verdad merecido.
Ana María Mata
Historiadora y Novelista
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