Hace tiempo que quería escribir sobre ellos. La maldita y -como dicen- palpitante actualidad lo ha ido retrasando, mientras en su lugar lo he hecho, a veces a disgusto, de una economía de la que estoy hasta las narices a fuerza de oír y leer tantas necedades en forma de dificultosas palabras que solo pretenden maquillar u ocultar tras de ellas la ineficacia de políticos, economistas, financieros y demás mentirosos que, pudiendo, si lo venían venir, advertir de la tragedia actual, callaron como muertos para seguir obteniendo de sus envilecedoras transacciones, lo que de verdad les interesaba: Aumentar hasta la saciedad las diferencias entre ricos y pobres, o si lo desean, entre la clase media abducida por la codicia y los más ricos, siempre necesitados de más.
Ahora quiero disfrutar de unos minutos felices. Arropada por este blog en el que la mayoría son amigos de altísima calidad, me tomo la libertad de situar en letras de molde a unos hombres que siempre-estoy segura- nos han sido tan queridos a los habitantes de Marbella. Hombres de la mar. Marengos. Así lo hemos llamado desde siempre, desde que sus barcazas grandes, impregnadas de salitre y alquitrán, dibujaban un paisaje inolvidable en nuestras playas, con la gris arena mediterránea, pero entonces más limpia y más bella, más nuestra y menos denigrada por quienes hasta a ella, han envilecido.
Marengos de piel oscura y reseca, cuyas manos cosían agujeros en las redes con extrañas agujas que nadie además de ellos sabía utilizar. Conviviendo en las playas de antaño con nuestra infancia alrededor de sus barcas, a veces imaginarios habitáculos de una fantasía hecha de mar y espuma, de barcos piratas, ojos tuertos y calavera dibujada en el sombrero. Hombres cuya rudeza era muy inferior a una sabiduría labrada a fuerza de tormentas y temporales a los que había que domeñar con la maestría de un artesano y el valor de un soldado en campaña. Noches dentro de un mar que igual se mostraba cariñoso con reflejos de plata como salvaje y hasta asesino con sus corrientes y olas mortíferas.
Vendían lo pescado en plazuelas hoy turísticas y más tarde en puestos uniformes y con mostradores de mármol. Tenían la mayoría otro nombre para reconocerlos mejor. Motes y apodos que heredaban sus hijos y los hijos de estos. “El Nene, El Marqués, Malasangre, Aguabrava”… maravillosa semántica de los pueblos donde casi todos se sienten parte de la misma familia. En los que un funeral era duelo generalizado y una boda espectáculo para no perderse.
De sus casitas encaladas salía la voz de Antonio Molina y Juanito Valderrama, ininterrumpidamente. “El emigrante” ponía en las arrugadas bolsas de sus ojos un atisbo de lágrima, y el gol de Puskas o la cuidada voz de Juanita Reina, una sonrisa tímida que pretendía ocultar el negro agujero de un diente que se fue y no tuvo repuesto.
Sus hijos pequeños correteaban descalzos por lo que para ellos era una prolongación de la vivienda, la playa y el mar, donde la mayoría aprendió a defenderse de él, nadando, sin ayuda, antes que andar en tierra.
Voceando en el antiguo matadero pececillos que sabían a gloria. Chanquetes que ya entonces parecían lágrimas de agua salada, dolor del mar que iba perdiendo a sus pequeños hijos, tan apreciados como después escasos. Boquerones que en sus estrechos lomos llevaban dibujados el azul brillante del lugar de donde salían. Salmonetes rojos, brecas, besuguitos y jureles, sardinas y algún pulpo feroz. Escamas por doquier, peces grandes, alguna vez que otra, corvina, pez limón…el muy apreciado mero.
Hombres de la mar, marengos que todavía conservan el ancestro heredado de muchas generaciones en sus risas abiertas de hombres con la conciencia tranquila y cuyos ojos reflejan lo poco, poquísimo que queda de la pureza altiva que un día ya lejano, nos era tan preciada. Va por vosotros.
Ana María Mata
Historiadora y Novelista
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