Su nombre es sugestivo y bello. Su sonoridad invoca placeres genuinos y excita la imaginación incluso de aquellos que solo la conocen por su fama adquirida. Nadie permanece indiferente ante esta ciudad que ha sido de todo en su larga historia y que después de una etapa de silencio decidió plantarse ante el resto del mundo y decir :”Aquí estoy, preparadme a fondo y seré la embajadora del sol y la belleza por todos los rincones del planeta. Una embajadora eficaz. No os fallaré nunca”.
Profetas hubo que anunciaron su existencia y su futuro. Campos Turmo, el teniente coronel de intendencia pasó por ella en 1928 y dejó sus consejos y su admiración en un opúsculo que, bajo el nombre de “Costabella. Notas para una ruta turística” escribió con cariño y sinceridad sobre haberes y carencias, echando una mano a los que después de él comprendieron cuanta razón tenía el único hombre –quizás- que no pretendió sacar provecho económico de su gran visión, a manera de prestigioso y generoso adivino.
A los españoles, desgraciadamente nos esperaba aletargada una guerra larga y cruel, guerra civil que dejó al país desolado, hundido en la raíces de la misma, y pobre hasta llegar a la miseria.
Los años cuarenta del siglo XX tardarían en levantar cabeza, a pesar de las consignas obligadas que exigían cantos y alabanzas al vencedor sin con ello conseguir evitar largas colas con cartilla de racionamiento en mano, o arriesgadas proezas de contrabandistas a los que el llamado “estraperlo” logró enriquecer. Poco a poco el resentimiento acumulado fue dejando paso a la necesidad de vivir una cotidianidad muy deseada. Marbella volvió a sus quehaceres propios, los labriegos al campo, a las huertas, que renacieron y se multiplicaron (Huerta Grande, de los Cristales, Chica, El Porral, Leganitos…)y que junto a los frutales abastecían a la ciudad. Los hombres del mar tomaron sus redes y barcas, jábegas y sardinales, el copo. Replegada sobre sí misma vivió unos años disfrutando de costumbres y fiestas casi familiares, todavía pobre, quizás, pero nunca mísera. Feliz con un clima del que solo sus habitantes conocíamos su magnífica benignidad, sus veranos templados, sus inviernos a golpe de sol, casi inexistentes. Semana Santa, feria de San Bernabé, bodas, bautizos, funerales en los que el antiguo pueblo renacía, agrupándose como una piña. No añorábamos nada, porque la codicia era vocablo desconocido, y una higuera, unos chumbos, un puñado de chanquetes y un flotador de corcho era cuanto un niño necesitaba para exhibir una sonrisa de felicidad. Marbella era una ciudad alegre, aunque no toda su gente disfrutara de una economía equilibrada. Había terratenientes, colonos, ricos, menos ricos, trabajadores del campo con la cara quemada y mujeres que limpiaban para otras sin horarios ni límites. A pesar de ello, -pienso hoy- exprimíamos la tranquila serenidad de nuestras calles como si un duende interior nos alertara de que no estaba lejos el momento de perderla.
Porque estaba cercana la etapa de los “descubridores”.El primero de ellos, el que llegó cuando todavía nos llamábamos por apodos y sacábamos sillas en noches de verano a la calle, cuando íbamos por lechugas a Leganitos y por fruta y leche de cabra a la Huerta de los Cristales, fue un aristócrata salmantino bohemio y mujeriego que nunca pensó en quedarse. Se llamaba Ricardo Soriano y era Marqués de Yvanrey. Conocía de Madrid a la familia Goizueta, que ejercían de emprendedores agrícolas por entonces en la Finca de Guadalmina. Vino a pescar en aguas del Estrecho y se hospedó allí antes de pasar a Tánger. Los Goizueta hicieron de cicerones a Ricardo que acababa de heredar tierras por la muerte de su padre. Soriano tuvo su particular caída de caballo de Damasco al recorrer una Marbella inédita aún, virgen, con la inocencia escondida entre Sierra Blanca y el mar. Un mar que –según propias palabras- lo hechizó y al que jamás pudo abandonar.
Transfigurado por el flechazo volvió a Salamanca por liquidez monetaria. Así empezó todo. Un amor a primera vista de un hombre muy conocedor de lugares bellos. Que decidió unir sentimiento y proyectos futuros en torno al lugar que desde el principio supo que podría superar a la Costa Azul y costas semejantes. Puso mano a la obra y compró las tierras del Rodeo. Edificó unas cabañas al estilo californiano, unificadas, a las que bautizó como “Hotel -Cabañas del Rodeo”. Se rodeó de profesionales para ofrecer un servicio eficaz. Se hizo su propia casa dibujando él mismo los planos. Y se transformó en el mejor relaciones públicas de lo que había creado invitando a sus amigos de juergas, bohemios pero millonarios, y a familiares aristócratas junto a algunos conocidos de las tertulias de Madrid, Neville, Mingote, Conchita Montes…etc.
El mayor de sus aciertos fue traer al marido de su prima Piedita Iturbe, Maximiliano de Hohenlohe a conocer su “territorio” y elogiarles la ciudad de forma tan apasionada que los convenció a comprar la finca Santa Margarita. El momento en que la familia Hohenlohe puso sus pies en tierra de Marbella, habría de ser el punto de inflexión claro y preciso para un camino sin retorno. El dios “Turismo” tomaba posesión de ellas y nuestra ciudad comenzaba en serio la nueva era a la que estaba posiblemente predestinada. Lo que vino después ha sido y es largo, intenso, con variantes múltiples que desde lo económico hasta lo social necesita de un profundo estudio para en el momento actual reactivar lo positivo aunque haya que hacerlo conforme a los difíciles tiempos que corren.
Ana María Mata
Historiadora y Novelista
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