Desde que la medicina sentenció que el caminar es un gran beneficio para el cuerpo nos hemos convertidos en paseantes voluntarios de cuantos caminos encontramos a nuestro alrededor.
Flâneurs como el afrancesado caminante, vamos y venimos con diligencia extrema dispuestos a obtener las dosis de endorfinas que promete el movimiento acompasado de loa pies. Enfervorizados con el régimen andatorio nos olvidamos a veces del suelo por el que debemos pisar. Calles, campos y hasta colinas se nos presentan como objetivo obligado de una afición que nos transforma en peregrinos de nosotros mismos.
Hablemos de las calles, ese suelo, asfaltado generalmente, que convierte a nuestro pueblo en lugar circundante. En el centro de ellas, a efecto del alquitrán o de unos adoquines mal colocados, el pavimento se considera circulatorio la mayoría de las veces. A ambos lados se encuentran, sin embargo, las aceras. ¡Ay…las aceras. A ellas quiero referirme hoy como objetivo destacado de mi artículo.
Destinadas al viandante, peatón u hombre de a pie, son en la mayoría de las veces objetos virtuales o si quieren, metafóricos, es decir, inexistentes por la escasez de ladrillo o baldosa que la forman. Se traducen en realidad en una tira de cemento acabada en un pequeño filo que la une al asfalto de la carretera. Si además lleva añadida la compañía de una farola, por ejemplo, lo único que pueden hacer los pies es levitar sobre ellas como un místico distraído.
Las aceras de la mayoría de calles y avenidas de nuestra ciudad son un espacio inmejorable para entrenar una carrera de obstáculos con los pies. Vienen a salir como promedio a una caída por cada tres ingenuos que se atreven a pisarla. Algunas llevan años con el mismo socavón, que acabará convertido en histórico
Nadie las arregla. Ningún miembro de Corporación alguna ha decidido mandar un operario para hacerlo, tal vez porque su afición al coche le exime de tener que caminar por ellas
¡Pobres paseantes de nuestras aceras,! cada uno con el recuerdo de su andanza en forma de escayola o vendaje guardado en uno de los cajones de su casa. Sorteando árboles y farolas, ladrillos levantados como enhiestos cuchillos que esperan el tobillo inocente de un peregrino de la andadura.
Voluntariosos caminantes en busca de las ansiadas endorfinas. Admirados flâneurs de paisajes bellísimos, cielos despejados y sol casi siempre radiante…¡cuidado con los agujeros y obstáculos traidores!
Ana María Mata
Historiadora y Novelista
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