No me refiero a las temperaturas de las que hemos tenido ya muestras de calor angustioso. Hablo de un verano que esperábamos con impaciencia después del último fallido, y en el que habíamos depositado la esperanza de retomar las libertades perdidas, y que se cierne ahora sobre nuestras cabezas con idénticas restricciones, producidas por el mismo virus maléfico que continúa activo y voraz con ferocidad draconiana.
Verano por tanto negativo para las expectativas que habíamos elucubrado sobre él. Distinto a nuestros deseos, y repetido en cuanto seguimos teniendo encima de nuestras cabezas esa maldita espada de Damocles.
Sin embargo los visitantes parecen ir viniendo como de costumbre, quizás porque ellos también llevan en sus mochilas los proyectos frustrados y no han querido privarse al menos del viaje.
Estamos viviendo una mala época en casi todos los sentidos pero especialmente en lo que al disfrute se refiere. No parece sino que un demiurgo malvado se esté refocilando con nuestras desgracias y con poder endemoniado las aumenta.
Se multiplican los contagios, la incidencia es más alta cada día y los hospitales temen las aglomeraciones anteriores. Los jóvenes han entrado en el cerco y son ahora mayoría los infectados. Empiezan a pagar sus desmadres y la falta de concienciación hacia un problema que no entiende de edad.
Las desaforadas reuniones nocturnas y los conciertos musicales propios de un tiempo anterior, los llamados botellones y las reuniones multitudinarias donde el alcohol cegaba las mentes están pasando ahora la factura.
Como no veían materialmente al enemigo negaban su existencia, incrédulos a las recomendaciones de facultativos, todopoderosos en la fuerza de sus hormonas, ignorantes de que estas chocaban de frente con el corona virus y acababan perdiendo ante él.
Ahora solo nos queda el miedo. A nuevas olas sucesivas repetidoras de lo que ya considerábamos acabado. A nuevas cepas y a su infinito poder de propagación. A no saber como y de que manera se produce el contagio.
Por todo ello este verano sigue siendo distinto. Diferente a todos aquellos en los que vivíamos reconciliados con la naturaleza, disfrutando de ella en su totalidad. Cuando el virus no existía y casi nos creíamos inmortales.
Toca hoy pagar los platos rotos. El no haber hecho las cosas bien para salir de la pandemia. Haber incumplido las normas justificándolo con las necesidades y ansias de la juventud. Seguir poniéndose la vida por montera como si nada ocurriera a su alrededor. La crecencia antes mencionada de una omnipotencia hormonal que nada ni nadie podía derribar.
No queda otra que, resignados, lo tomemos como un aviso de que somos tierra quebradiza y pedir que ojalá esta ola no alcance alturas indomables.
De una manera o de otra todos estamos en juego.
Ana María Mata
Historiadora y Novelista
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