Los historiadores sabemos que el siglo XIX no fue uno más en la historia de Marbella. Tal vez después de la Conquista de los Reyes Católicos la ciudad sufrió una modorra existencial que, por otro lado, fue muy general para la mayoría de pueblos del país, cuya tarea primordial era acostumbrarse lentamente a pasar de lo medieval a unos parámetros modificados donde la idea teocrática comenzaba a no ser tan relevante. En el XVIII Marbella constituyó lo que se llamó Barrio Alto o Barrio de San Francisco y comenzó a formarse otro núcleo urbano al otro lado del río de la Represa al que se llamó Barrio Nuevo. Se construyó el Fuerte de San Luis como defensa frente al mar y se amplió el Ayuntamiento agregándole un cuerpo lateral en 1779.
Lo que define por excelencia al nuevo siglo XIX es el auge de las industrias del hierro, y en ese sentido (aunque algunos difieran del dato) a la ciudad le correspondió la primacía de la primera ferrería de España. Un hombre fue decisivo : Manuel Agustín Heredia, nacido en Logroño y afincado en Málaga donde llegaría a ser uno de los empresarios más importantes. En el periodo entre 1823-1850 se crea el denominado “Corral del hierro”, ubicado junto a la orilla del mar y del que P. Madoz escribe que “se utiliza como depósito de hierro de fundición para embarque”. En los años anteriores inmediatos al turismo, se le llamaba “El Saladero”, edificación sin valor arquitectónico, que recordaba el adelanto de la ciudad en la industria siderometalúrgica. La ferrería creada por Heredia se llamó La Concepción, y a pesar de haber producido a lo largo de los años 1844 y 1845 más de ochocientas mil arrobas de hierro fundido, y dar trabajo a gran cantidad de obreros, el nuevo auge de las ciudades norteñas españolas en siderurgia, y la escasez de madera para la fundición hizo que encareciera el producto hasta el punto de tener que cerrarla.
Aparece por suerte una compañía inglesa, la The Marbella Iron Ore C. L. que se propuso reanudar las actividades mineras con medios más modernos que los empleados por Heredia. El 12 de julio de 1868 Don Guillermo Malcolm y Don Miguel Calzado, apoderados de la compañía inglesa se dirigieron al Ministerio de Fomento para demandar autorización y construir un muelle, que fundamentaron en una serie de pilares de hierro macizo unidos con viguetas también de hierro y sobre ellas un tablero de madera que serviría de soporte a los raíles del ferrocarril minero. El muelle se introducía en el mar 281 metros. Comenzó el transporte en 1872 y al ferrocarril se le llamó de San Juan Bautista.
Así nació la nueva imagen de la ciudad que durante larguísimo tiempo fue recordada por nuestros mayores y transmitida de viva a voz y con fotos amarillentas de padres a hijos con la nostalgia que produce el haber sido testigo de un acontecimiento de primera magnitud. Bombines y sombrillas femeninas aparecen en las fotos paseando con orgullo sobre las maderas del muelle, conscientes de lo que significaba para el pueblo agricultor y todavía en ciernes, poseer un artilugio que pocos podían reseñar en su haber.
Aunque fue desmantelado en 1934, algunos restos permanecieron como reliquias testimoniales y nuestra infancia se llenó de emotivos reductos que, como relatos, nos contaban cada vez que los restos de mineral introducidos en la arena gris, evocaba al familiar que nos acompañaba un pasado glorioso.
La mina de hierro magnético de El Peñoncillo continuó generando mineral que era transportado por cubetas hasta las torres del Cable. Una de ellas queda aún como símbolo histórico.
Queda por decir para quienes insisten absurdamente en nuestros orígenes como “pequeño pueblecito de pescadores” –siempre en términos peyorativos de pobreza y desvalorización- que repasen al gran cronista F. Alcalá o estudios posteriores antes de hablar de lo que no conocen. Porque siempre en el recuerdo nos quedará como prueba El Muelle de Hierro.
Ana María Mata