El mal menor- Tinta- Lucía Prieto

El estado emocional de la humanidad consciente de qué el mundo, tal y como lo conocemos, está a punto de acabarse no debe ser muy distinto del de los hombres y mujeres que vivieron remotos apocalipsis. De los cuatro jinetes que cabalgan segando mundos que no volverán, solo es evitable el galope del caballo que representa la guerra. Una vez que ese galope no se detiene, nada ni nadie puede impedir la cabalgada de los tres restantes: la muerte, el hambre y la enfermedad. En definitiva, el caos y la destrucción. Y, sin embargo, siempre habrá un pretexto que justifique la locura de la guerra, que nos conforme con su inevitabilidad, que aceptemos que el sufrimiento es solo un mal menor que será reparado en la victoria.

Siempre hubo un casus belli: Bismark, el canciller alemán necesitaba un territorio francés para completar la unificación de Alemania, provocó la guerra con Francia con solo manipular un telegrama. En el campo de batalla los alemanes ensayaron un arma innovadora, los cañones construidos por la empresa Krupp que, igualmente habían sido ofrecidos a Francia. En setenta y cinco años los cuatros jinetes del apocalipsis cabalgaron sobre Europa sembrando semillas que germinarían en sucesivos conflictos armados. Las victorias de unos y de otros no fueron sino aplazadas derrotas pero los Krupp ganaron todas las guerras. En plena era del imperialismo, Estados Unidos (EEUU) quería Cuba y culpó a España de la explosión, posiblemente accidental, de un acorazado americano en el puerto de La Habana. Fue el  casus belli para obligar a España a ir a la guerra e imponer en Cuba el control americano. No sería la última vez que el Gran Imperio recurriría al  casus belli. El presidente Johnson convirtió un enfrentamiento entre lanchas norvietnamitas y barcos americanos en el pretexto para intervenir a gran escala en Vietnam. Mientras EEUU libraba aquella guerra y miles de jóvenes morían o se volvían locos, compañías petroleras estadounidenses realizaban prospecciones en Vietnam del Sur.

La necesidad de justificar la guerra sólo tiene sentido en el marco de un orden internacional. En la periferia del «mundo civilizado», los recursos simplemente estaban a disposición de quienes tuvieran poder y capital para explotarlos. Los estados coloniales garantizaban el éxito de la depredación, sobre todo, de minerales. Las empresas mineras en las colonias contaron con el poder político de las metrópolis y la presencia in situ de los ejércitos. La guerra era solo un contratiempo para las élites económicas y sus consecuencias un mal menor tolerable. En el Marruecos del protectorado español, la explotación de las minas de hierro quedó con el apoyo de Alfonso XIII en manos de la gran burguesía de los negocios y de aristócratas como el conde de Romanones o el marqués de Comillas. El mal menor de la explotación de las minas  del Rif fue la desaparición de miles de hombre jóvenes obligados a ir a una guerra «patria» que convirtió las banderas en mortajas.

Los minerales provocan guerras y a la vez son necesarios para la guerra. La riqueza de minerales del Congo ha impulsado una violencia recurrente desde la época colonial. El 80% del uranio de las bombas atómicas fabricadas en EEUU procedían de una mina de Katanga, explotada por una empresa anglo-belga. Las bombas arrojadas sobre las ciudades de Hiroshima y Nagasaki mataron a más de doscientas mil personas, los efectos de la radiación se prolongaron durante décadas. Fue un mal menor, EEUU a partir de la derrota japonesa controló el Pacífico. La abundancia del mineral básico para nuestros teléfonos móviles –coltán— es la causa de las guerras genocidas que han matado en la República Democrática del Congo a cinco millones de personas. Unos conflictos en los que se ha normalizado la violencia sexual contra las mujeres: más de cien mil fueron violadas. El petróleo fue responsable del ciclo bélico iniciado en 1991 en el Golfo Pérsico. Aquellas guerras se cobraron más de un millón de muertos, miles de niños fueron víctimas de las sanciones impuestas por EEUU a Irak. Fue un mal menor. La potencia que tras la caída de la URSS dominaba el mundo en solitario se impuso en Oriente Medio y sus empresas monopolizaron la reconstrucción del país que sus tropas acababan de arrasar.

Las guerras de la Posguerra Fría, según la célebre teoría del Choque de Civilizaciones, serían enfrentamientos provocados por las diferencias étnicas y culturales pero ni los conflictos religiosos ni la pulsión nacionalista que se desató en el mundo postsoviético velan una casuística que tiene que ver con el control de los recursos. Tras la sangrienta guerra de Chechenia estaba la imperiosa necesidad de Rusia de controlar las rutas de exportación del petróleo del Caspio. En el Cáucaso, los conflictos étnicos se superpusieron a los proyectos de construcción de oleoductos. Y fue el agravio económico entre las repúblicas yugoslavas el que alentó las nuevas guerras balcánicas. El mal menor fue la muerte de más de cien mil personas, el desplazamiento de dos millones y la violación de un mínimo de sesenta mil mujeres bosnias como instrumento de la limpieza étnica

Cuando en Afganistán el islam sunnita se impuso a las otras facciones religiosas, EEUU fue tan complaciente con los talibanes como Arabia Saudí. Sus compañías UNOCAL y DELTA OIL firmaron un acuerdo para la construcción de un gaseoducto que permitiera trasladar el gas de Turkmenistán a través del territorio afgano. El Régimen Talibán convirtió a las mujeres afganas en prisioneras, impuso el matrimonio forzado a niñas de corta edad y persiguió a los homosexuales.

 Entre tanto se mataban croatas católicos y ortodoxos serbios; ortodoxos serbios y musulmanes bosnios; osetios, abjasios y georgianos; armenios y azeríes; rusos y chechenos; chiitas y sunnitas… el capitalismo se habían impuesto a nivel global. Su lado más oscuro fue y es el crecimiento de la criminalidad y de la delincuencia internacional. Y mientras el antiguo espacio soviético se desgarraba en guerras intestinas, los sujetos más cercanos a la gestión de los recursos energéticos –los famosos oligarcas— se enriquecieron escandalosamente.

De la globalización surgieron poderes criminales sin legitimidad política pero con capacidad de intervenir en los estados, en las entidades subnacionales y en las locales. Estos grupos satisfacen cualquier demanda de bienes y servicios ilegales. Entre ellos, el que reparte el quinto jinete del nuevo apocalipsis: la droga.

El narcotráfico es la actividad más lucrativa en territorios asolados por la violencia. Afganistán es el principal país exportador de opio y surte de forma casi hegemónica el mercado de la heroína; Colombia, uno de los mayores productores de cocaína ha soportado altísimos niveles de conflictividad interna y los cárteles se han infiltrado en las instituciones y financiado la guerrilla. El mal menor es la mortandad causada por el consumo de drogas que en España se ha duplicado en la última década.

Ahora el gran justiciero americano esgrime la lucha contra el fentanilo como el  casus belli de guerras comerciales. Su único fin es desconcertar a la humanidad y favorecer la fabricación de armas, la creación de ejércitos y el establecimiento de sistemas de seguridad que trasladen a la jurisdicción militar –como se pretende en Ecuador— el control de la delincuencia común.

Detrás del  casus belli hay un Crimen contra la Paz y hay un criminal de guerra. El criminal de guerra es un agresor y quien que pone todos los días a la humanidad al borde de la guerra también lo es. El resultado del miedo y de la amenaza es ahora, como lo fue en la Guerra Fría, la detracción de altos porcentajes del PIB para inversiones en Defensa. Pero la guerra no solo necesita armas ¿A cuántos hombres y mujeres jóvenes se les exigirá el sacrificio de la conscripción?

Del inducido rearme europeo solo se beneficiara la industria armamentística y las empresas que hagan emerger un mundo nuevo de las ruinas. ¿Por qué entonces tantos pueblos y tantas personas son abducidos por narrativas nacionalistas y relatos supremacistas? ¿Qué lleva a ciudadanos de regímenes democráticos, más o menos perfectibles a poner en el poder a sujetos inmensamente ricos cuya última voluntad es seguir siéndolo impulsando la guerra? ¿Qué impulsa a ciudadanos honestos a mantener década tras década en el poder a gobernantes que se enriquecen y enriquecen a sus sicarios tolerando guerras por el control de sustancias asesinas?

Lucía Prieto

Historiadora

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