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El misterio de las vacas, el nuevo artículo de Ana María Mata

Creo que el verano es la estación de los niños. A ellos el calor no suele molestarles y rara vez protestan aunque el termómetro se dispare. No tienen que madrugar ni vestirse con el mohín de disgusto  habitual, no hay deberes que impidan ver Caillou o personajes parecidos, juegan (a escondidas a veces) con las maquinitas hasta quedar extenuados, y los menos “digitales” aprovechan el espacio exterior para iniciarse en el deporte. Por encima de todo está el mar para los afortunados que viven en la costa; está la playa, ese terreno casi espacial, en el que sobran los zapatos y la ropa, donde la arena es mágica y puede transformarse en castillo, puente, foso, o bolas para lanzar en combate. La arena implica fantasía y desnudez, la libertad absoluta del asfalto.

Las huellas más poderosas que guardamos en la corteza cerebral de un tiempo en el que fuimos niños están grabadas con la arena mojada y dura de un verano cualquiera. Rara vez el adulto siente nostalgia del invierno en sí, de las frágiles hojas otoñales o los primeros brotes de primavera. La infancia transcurre en nuestra memoria, siempre en verano. Hagan un esfuerzo y observarán como lo inolvidable de aquellos ocho o diez años está envuelto en una luz potente, olas llenas de espuma y  perfume idealizado de un patio cercano.

Siempre hablo de eso cuando me preguntan cómo fueron los veranos de una Marbella por entonces casi, casi, “propiedad privada”. Cuento como recién levantados íbamos a la esquina donde Rita vendía chumbos pelados que emocionaban a nuestros padres, cómo inmediatamente mirábamos (se veía desde cualquier lugar) el mar para saber si estaba plano, rizado o malo (con olas grandes). Después, debíamos esperar a que la persona que nos iba a acompañar a la playa terminase sus tareas y en el que las canicas, los cromos o unas simples piedrecillas limadas nos servían de distracción.

Tras la siesta, volvíamos a la playa, ahora con fiambrera y cantimplora. Dentro, tortilla de patatas, jurelitos fritos al mediodía, ensalada de pimientos y, a veces, filetes empanados. Melón o sandía, según los gustos; rebosados con arena las dos frutas sabían igual. Merienda cena después de una y mil zambullidas, de pelear con el hermano o el amigo, de patalear una pelota o jugar en el interior de las barcas varadas en la arena.

Pero en ese bucólico o idílico escenario de cada día, hubo algo que no entraba en el programa establecido y que al día de hoy, para quien escribe sigue siendo un misterio. Una o dos  veces a la semana, en el momento en el que nuestra madre o familiar abría la cesta para alimentar a su prole, justo cuando la ensalada de pimiento tomaba el gusto del jurel o al contrario, cuando el paladar se hacía agua esperando el trozo de tortilla…alguien, más espabilado o menos hambriento, miraba hacia levante, y dando un salto, gritaba : ¡las vacas, que vienen las vacas!, corriendo como poseso y por supuesto, arrastrando a los demás a hacer lo mismo.

Una piara de vacas negras, diez o doce, creo, llegaban hasta donde estábamos guiadas por el hombre que las conducía con una vara para evitar el desparrame. Iban más o menos en orden…¿hacia donde? sigo preguntando hoy, tantos años después, ignorando cual era el motivo de aquellos paseos vespertinos junto a la orilla de la playa ( en mi caso era la de El Fuerte) de unas “mamíferas” voluminosas y asustadas con nuestros gritos y carreras, más, imagino ahora, que nosotros lo estábamos con su presencia.

Nadie explicó nunca el por qué de esas visitas que trastornaban el refrigerio de unas apacibles tardes con el sol ya casi perdido en el horizonte de nuestro mar.

Tampoco entiendo cual era el motivo de ese pavor que nos transmitían los mayores no más oír el sustantivo que las designa. Es posible que las llevasen a pasear por la orilla como suele decirse para estirar…”las patas”; que necesitasen caminar para dar más leche, o si queremos, en idea maquiavélica, que el guardián de las mismas disfrutase con el espectáculo que montábamos en una retirada digna de filmación peliculera.

Confieso que me gustaría una respuesta creíble al misterio de las vacas. A ese momento inefable en el que algunos pudieron sentirse protagonistas de unos San Fermines virtuales, cuya existencia ni siquiera les era conocida. Los niños, sencillamente nos refugiábamos en los sombrajos mientras la tortilla era pasto de las olas y algún que otro zapato o alpargata, también.

Ana María Mata
Historiadora y Novelista

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