Tenía titulado el artículo como la ciudad de los silencios porque empecé a escribirlo a las once de la noche cuando el mutismo urbano al toque de queda lo apaga todo pero lo continué a la escandalosa mañana siguiente así que cambié el título porque es más ilustrativo. Una sopladora barredora asesina, al menos eso creí cuando la noté sobre mi cabeza, me había despertado sobresaltado. Tras el desayuno Pepe que se había levantado con mal pie me dedicó un sonoro concierto con el claxon; es increíble la de matices que puede llegar a tener un pito incluso los de la testosterona. Pensé que no me lo había dedicado a mí sino al camión de basura que había cortado la calle de abajo que no era más que la pluma que levanta los contenedores donde van a parar nuestras miserias.
No me concentraba y miré al techo desesperado cuando el martillo de la obra del vecino comenzó a retumbar inmisericorde mientras la moto de escape libre que pasa todos los días por mi calle desde hace años a la misma hora, sin que ningún policía le haya advertido que es una infracción, me obligó a cerrar la ventana. Recordé al hispanorromano Marcial que en uno de sus epigramas en el siglo I de nuestra era afirmaba que “Roma está en la cabecera de mi cama. Cuando en el paroxismo del cansancio, deseo dormir, marcho a mi granja”. ¡Pobre Marcial!, no supo lo que es el ruido de verdad. Es posible que Marcial reencarnado en homo urbanitas desesperado condujera uno de los cincuenta coches atascados que como fieras han completado la orquesta sinfónica. No me extraña que haya quien se queje del canto de los pájaros en la ciudad, es mucho mejor el concierto espontáneo de abajo que suena a la Heroica de Beethoven a lo bestia. La directora, una señora oronda y madura, ha salido por fin a quitar el coche de la segunda fila y ha saludado al público con un “yo aparco donde me sale del…” donde se imaginan.
Quise abstraerme de tanta melodía urbana y busqué sosiego en la lectura, intenté encajar nuestra ciudad en alguna de las ciudades invisibles de Ítalo Calvino. Si Marco Polo hubiera visitado Marbella le habría contado a Kublai Kan que la nuestra es como Maurilia en la que se invita al viajero a visitar la ciudad y al mismo tiempo observar viejas tarjetas postales que la representan como era. Ocurre que para no decepcionar a los habitantes, el viajero elogia la ciudad de las postales y la prefiere a la presente reconociendo que la magnificencia y prosperidad de Maurilia convertida en metrópoli, comparada con la vieja Maurilia provinciana, no compensan cierta gracia perdida.
Marco Polo nos habría descrito como una ciudad incomparable por su clima y paisaje pero bulliciosa y jaranera que sería una forma suave de describir en la corte que el ruido predomina. Marbella es la ciudad de los ruidos, es una forma de vivir muy marbellense y mediterránea con el aliño de una movilidad motorizada insoportable. Un striproad que aprendimos de Venturi y Brown fascinados por el modo de vida americano. Lo que sucede es que nuestra forma de vida, nuestro urbanismo arracimado de estrechas vías, no es capaz de asumir más vehículos.
La degradación de la ciudad comienza en la saturación de las calles. La falta de aparcamiento trae el amontonamiento de vehículos, se aparca donde se puede y donde no. El escaso respeto a las normas de tráfico ha traído, en definitiva, la pérdida de la interacción social y por tanto de la calidad de vida: la de los vecinos charlando sentados, los niños jugando, la de poder salir a la calle y respirar y la de despertarte en un ambiente de respeto. Los coches mandan en Marbella, hacia ellos se dirigen todos los esfuerzos urbanos, se construyen calles más grandes, aparcamientos por doquier a la vez que la ciudad avanza en impersonalidad. Bajar al centro es una aventura que puede llegar a trocar en odisea, vueltas y vueltas para conseguir estacionar casi siempre lejos de tu destino.
Yo, que intento ejercer de peatón empedernido, salgo a la calle como el que va a la selva con todos los sentidos alerta, cruzar un paso de cebra es como pasar por medio de una manada de leones hambrientos. La pérdida generalizada de educación lleva aparejada la falta de respeto galopante. Los peatones nos hemos convertido en algo incómodo para muchos conductores, un enemigo a batir porque entorpecemos la circulación y enlentecemos su acelerada vida, de los ciclistas mejor no hablar, somos los más odiados, los que más molestamos. Salir con la bici en esta bendita ciudad se ha convertido en un acto épico con cierta dosis de temeridad.
Las ciudades que han optado por la peatonalización han triunfado, son ejemplos de calidad de vida y de movilidad sostenible; los niveles de suciedad y de contaminación atmosférica y acústica han desaparecido. Mientras, en Marbella donde ya no sabe la gente donde meterse el coche, la solución es la de mantener vías rápidas y peligrosas sin medidas de calmado, sin controles de velocidad, sin promover alternativas de movilidad al menos de las que no ponen en peligro a ciclistas y peatones.
Quise titular este artículo la ciudad de los silencios pero no pudo ser.
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