Francisco Romero -Educación Financiera- El Impuesto de la Inflación

A todos nos suena eso de que la inflación nos hace perder poder adquisitivo. Es decir, que si la inflación sube, es que los precios han aumentado. Por eso con el mismo dinero que teníamos hace un año podemos comprar menos cosas ahora, porque este año los mismos productos o servicios valen más dinero.

Pero esto lo percibimos como un fenómeno un poco difuso cuando no arcano esotérico. Como ruido de fondo de las noticias económicas que no estamos seguros de si nos afecta o en qué medida lo hace. Se diría que por varias razones. Primero, debido a que no llevamos un estricto control de gastos y no vamos apuntando los precios de lo que compramos, y menos comparándolos de un año a otro.

Caso aparte lo representa el precio del combustible y últimamente el de la electricidad. Eso sí que es algo que no nos supone gran esfuerzo retener y, por lo tanto, comparar de una vez a otra. Cuando llenamos el tanque de nuestro vehículo (de media 1, 2 o hasta 3 ó 4  veces al mes, dependiendo del uso) sí que somos rápidamente conscientes de lo que significa la inflación, el aumento de precios y sus negativas consecuencias en nuestro poder adquisitivo. Y del precio de la luz no le hablo, que ya sabe usted lo que le está costando poner el aire acondicionado este verano o se va a enterar pronto, olas de calor mediante.

A esto se añade la creencia de que el aumento de la inflación es un fenómeno incontrolable o de aparición aleatoria, injustificada o de “etiología” hasta cierto punto desconocida, del que nadie concreto es responsable. Sí, es verdad que la mejora de la actividad económica debería ser un catalizador y causante directo de su aumento, pero llevamos bastantes años con una inflación inexistente, una cuasi-japonización de la economía europea en busca de la inflación perdida, con un crecimiento aceptable en términos económicos.

La realidad es que, desde hace un tiempo, escuchamos o leemos en todos sitios que la inflación se está disparando. No obstante los expertos no se ponen de acuerdo en las causas inequívocas del fenómeno, si su carácter es coyuntural o estructural, y mucho menos en las consecuencias que producirá. Imagine si esta es la situación de “los expertos”, cómo será la percepción del ciudadano medio.

Pero este supuesto adolecer causal del fenómeno económico de la inflación está lejos de la realidad. Lo veremos a continuación.

Recuerde antes que la educación financiera se puede definir como una progresiva toma de conciencia de los fenómenos económicos que mueven el mundo, dadas sus importantes consecuencias sociales. Se trata de tomar conciencia, mediante la formación, para tomar acción y hacerse dueño del propio destino, en lugar de permanecer al albur de las mareas cual medusa mediterránea.

La inflación está muy lejos de ser un fenómeno más o menos aleatorio, sometido al azar o incluso a la voluntad de determinados empresarios que en connivencia y con el propósito de enriquecerse ellos más y empobrecer a la población, suben los precios de sus productos y servicios sin tener en cuenta la precaria situación social.

Por el contrario, existe una definitiva, demostrada y contundente correlación positiva, una relación de causa-efecto “de libro”, entre la cantidad de dinero disponible en el sistema financiero y la inflación.  Y parafraseando a  nuestro ínclito prócer monclovita podríamos preguntarnos ¿y quién controla la cantidad de dinero que hay en el sistema financiero en cada momento? Los Bancos Centrales. Los Bancos Centrales (aunque no todos) tienen la prerrogativa de “imprimir dinero”, de inyectar liquidez (cash) en el sistema financiero. Los mecanismos para ello son diversos y entran dentro de lo que se conoce como Política Monetaria. A través de “operaciones de mercado abierto”, como la compra de deuda pública (bonos gubernamentales) o privada (emisiones de deuda corporativa), inyectan efectivo en el sistema financiando el gasto público, o las inversiones de las empresas. Incrementan así lo que se conoce como “oferta monetaria” o “masa monetaria”, que equivale a la cantidad de dinero disponible en una economía para comprar bienes, servicios y títulos de ahorro, en un momento determinado.

Los Bancos Centrales se convierten así en “prestamistas de último recurso”. Cuando se producen grandes crisis financieras, esta herramienta de los Bancos Centrales garantiza la liquidez del sistema impidiendo la repetición de “corralitos” y grandes depresiones económicas.

Pero esto ¿ha sido así siempre? No.

Si consideramos la economía moderna, la cantidad de dinero que podía haber en circulación en un momento determinado (la masa monetaria) dependía directamente de las reservas de oro de que disponía el país de referencia. El oro es el único metal que no se puede fabricar artificialmente y el elemento de la tabla periódica, químicamente hablando, más estable del planeta. Tenía todo el sentido hacer depender la cantidad de dinero en circulación de las reservas de oro de cada país, a un tipo de cambio o ecuación de canje determinado y constante. Como el oro no se puede crear, sino que se descubre relativamente poco cada año, esto hacía que el dinero en circulación fuera muy estable y que, por tanto, no se produjera inflación. Este “patrón oro” generaba periodos económicos muy estables y prolongados que favorecían el crecimiento económico.

Pero entonces tuvo lugar la Gran Depresión tras el crac de 1929 con epicentro en EEUU. Y esto generó el caldo de cultivo para que se tomara una decisión a nivel mundial cuyas consecuencias sufrimos en la actualidad y que se van acrecentando generación tras generación. El “Patrón oro” ha sido el responsable de la contención de la inflación durante siglos. Pero en momentos de crisis financieras, el contar con una cantidad fija de dinero en el sistema generaba crisis de liquidez, traducidos en “corralitos” y prolongados periodos de depresión económica.

De modo que, alentados por el concepto de elasticidad del dinero de John M. Keynes, se decidió acabar con el patrón oro como solución para estas situaciones. Al eliminar la equivalencia entre el valor del oro y el del dinero en circulación, los Bancos  Centrales podían imprimir dinero fiat (dinero fiduciario)sin límite e inyectarlo en el sistema ante necesidades perentorias de liquidez, mediante la compra de deuda que emitían las entidades necesitadas de financiación: los Estados y las Empresas. Ahora ya sin la garantía de una reservas de oro que respaldaran la operación, sino sólo basándose en la confianza en la capacidad de devolución de la deuda gracias al crecimiento económico a largo plazo que generaría, supuestamente, la inyección de liquidez obtenida. Los emisores de deuda conseguían así dinero a corto plazo a devolver a largo plazo… Imaginen la alegría de la clase política mundial: dinero fresco para gastar ahora sin tener que dar cuenta de su destino, y que tendrán que devolver los que vengan después. Un chollo sin precedentes en la Historia.

El primer efecto de esta nueva política de marcado origen keynesiano fue el  incremento brutal del gasto público, puesto que habían fabricado la llave para financiarlo. Pero esta liberación de la “rigidez” del “Patrón oro” tiene obviamente un lado oscuro.

En el día a día el ciudadano medio no es consciente de la situación de la deuda pública de su país, porque aparentemente no le afecta. Debido a la crisis del coronavirus y a los gastos que ha aparejado y que nos han “vendido” como inevitables, pero de los que ninguno de sus ejecutores  dará cuenta en ningún momento, la deuda pública nacional se ha disparado más allá del 120% del PIB de nuestro país. Y a mi ¿qué?, se podría pensar.

Sostengo (con muchos otros) que la inflación es un impuesto más. Que no es aleatoria sino provocada de modo dirigido por los Bancos Centrales en connivencia con los Gobiernos de los Estados por ellos regulados, dado que de ese modo financian un gasto público desproporcionado, incrementando  su poder, las estructuras burocráticas y el aparato estatal, en la misma y exacta medida en que empobrecen a la población bajo la promesa –siempre incumplida- de la seguridad y el bienestar social.

Piénselo: si la cantidad de dinero total en el mundo fuera de 1 millón de euros, por simplificar el ejemplo, esto significa que ese es el valor monetario del conjunto de bienes y servicios del momento. Si los Gobiernos emiten deuda por otros 100.000 euros, y los Bancos Centrales la adquieren inyectando en el sistema esa nueva cantidad de dinero, esto provoca que se devalúe la moneda en esa misma proporción (10%), ya que la misma cantidad de bienes y servicios tiene ahora un valor monetario superior. Es decir, se ha producido inflación, porque ahora necesito más unidades de euro (un 10% más) para adquirir las mismas cosas que compraba antes del aumento de deuda y de masa monetaria.

Cuando esto sucede, el Estado emisor de deuda dispone de más dinero que le transfiere el Banco Central al comprársela, que utilizará para gastar en lo que considere conveniente (y es de todos conocida la ineficiencia y el cortoplacismo del gasto público en general: rescates de aerolíneas difíciles de justificar, aeropuertos donde no aterriza nada ni nadie, etc.), de modo que su poder aumenta  como decíamos en la misma medida en que se empobrece a la población, porque su dinero vale menos y además tiene que servir para pagar los intereses de esa nueva deuda y devolver el capital. Adivine qué hará entonces el Estado que se endeuda sin preguntarle antes. Exacto: subirle los impuestos porque hay que sufragar el gasto público para que nadie se quede atrás, para seguir construyendo el Estado del Bienestar (de ellos, claro) y para dotar económicamente leyes como la nueva de Des-educación, que premia el no esfuerzo y que se mete a decirle a sus hijos dónde se tienen que explorar de 0 a 6 años, no vaya a ser que les dé por estudiar y adquirir espíritu crítico.

Por todo lo dicho, podemos considerar a la inflación como un impuesto doble o generador de nuevos tributos. Por un lado deprecia el valor de nuestro patrimonio; por el otro, acrecienta el poder económico de los Gobiernos para justificar el círculo vicioso del Estado del Malestar, que nos acabarán cobrando con nuevos impuestos.

Sin duda hay que pagar la sanidad, la educación y la dependencia, en eso estamos todos de acuerdo, pero ¿de verdad son necesarios en torno a 400.000 mil políticos en España para gestionar esto? ¿1 político por cada 115 ciudadanos? ¿Más políticos que médicos, policías y bomberos juntos? Bueno, está claro que con tanto profesional de la administración velando por el dinero de todos no se escapará ni un solo céntimo en gasto innecesario o superfluo, ¿no cree?

Ver publicaciones anteriores de Francisco Romero. Asesor Financiero en Caser A.V. Asociado EFPA 30478

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