Un amigo me recomendó hace un par de meses que leyera “El naufragio de las civilizaciones” de Amin Malouf. Sin duda, creo que es una de las voces que todos deberíamos tener en cuenta en nuestro momento histórico. Pocas veces podemos contar con la mirada privilegiada de quien es, con todas las de la ley, un profundo conocedor de Oriente y Occidente. Y además un maestro a la hora de tender puentes de unión entre ambos mundos, o al menos un nostálgico con razones para la esperanza.
Mi impresión global de esta obra puede resumirse en que el libro va de más a menos. Pero sobre todo, me ha supuesto una inesperada decepción. No voy a descubrirle a nadie la talla del personaje a estas alturas, Amin Malouf es Premio Princesa de Asturias de las Letras (2010), miembro de la Academia Francesa, ocupando la silla nº 29, sucediendo nada menos que a Claude Lévi-Strauss, y Premio Goncourt por “La Roca de Tanios” (1993), entre otras muchas distinciones.
Y creo sinceramente que este libro hay que leerlo. El autor ha vivido en primera persona un considerable número de eventos históricos de gran repercusión en el mundo cuyas consecuencias estamos lejos de atisbar en su totalidad.
Pero creo que no se puede pretender universalizar un comportamiento encomiable a nivel individual, a saber: una mirada conciliadora, empática y comprensiva con todas las posturas en un conflicto; si con ello descafeinamos nostálgicamente la implementación histórica de determinadas ideologías que han sido objetivamente terribles para la humanidad.
No se puede simultáneamente demonizar el liberalismo económico, equiparándolo con el imperio del individualismo egoísta, para anhelar de seguido y nostálgicamente que se hubiera producido un mejor o más correcto desarrollo del colectivismo paternalista de corte marxista en las sociedades árabes. Proponiendo además la existencia y potencial éxito del comunismo como equivalente y/o sustituto del proceso de ilustración renacentista occidental, por el que no pasaron las sociedades y culturas árabes.
Malouf no defiende el comunismo en ninguna de sus formas per se. De hecho considera que de haber tenido éxito, la evolución social y política del mundo árabe no habría sido necesariamente mejor, sino incluso todo lo contrario. Pero sí concede a esta ideología, que estuvo presente en todo el espectro árabe en el periodo previo a la “Guerra de los seis días” (1967) el que protagonizara -en cierto modo- el único momento en la historia política reciente del mundo árabe en el que todo ciudadano, independientemente de su religión o etnia, podía aspirar a representar un papel activo en el seno de su nación.
Hasta aquí, creo que su visión de los acontecimientos es legítima como opinión, en términos generales. Pero sólo hasta aquí. Mi decepción comienza en el momento en que, tras ir avanzando en la lectura, se va poniendo de relieve que el Sr. Malouf sostiene dos puntos de vista complementarios y, desde mi humilde opinión, insostenibles hoy en día.
Es cierto que el autor desearía “ver aflorar, frente a todas las atrocidades identitarias, un anchuroso movimiento capaz de llevar a cabo una movilización masiva de nuestros contemporáneos en torno a valores universales y más allá de todas las fronteras políticas, religiosas, étnicas o culturales”.
Pero esta aspiración difícilmente tendría cabida en una suerte de nuevo intento de marxismo universal redivivo en el que no se dieran –por causas ignotas no explicadas por el autor- las atrocidades y la asfixia de la libertad que son señas inequívocas de su historia y, en algunos lugares de todos conocidos, de su presente.
El autor nos pone como ejemplo de su anhelo la convivencia iluminadora y floreciente que se daba en el Levante oriental (con la figura paradigmática del Líbano como núcleo intelectual) entre ciudadanos de toda etnia y religión hasta los sucesos del 67. Y tras los mismos, teniendo en cuenta todo lo que ha venido sucediendo con el 11S como punto álgido, parece que la única solución que entrevé, sería la de aparcar las propias convicciones para admitir al Otro (quien piensa distinto, el extranjero, etc) en cuanto que tal.
Pero, con todo el respeto, esto no tiene ningún sentido. No soy amigo de nadie por anularme como persona para adaptarme de modo satisfactorio a ese otro (distinto) que yo. Por el contrario, es precisamente desde mi particularidad, desde la que decido dar entrada a los demás en mi mundo y viceversa, y esta diferencia es una de las fuentes de la riqueza de las relaciones. Si todos fuéramos iguales, el mundo sería un lugar muy aburrido.
Las ideas se proponen, pero no se imponen. O al menos, no se imponen por la fuerza, sino por la libre voluntad de quienes las adoptan y hacen vida propia. La libertad es la base de la transmisión cultural.
El segundo punto de vista que defiende el Sr Malouf, complementario al anterior, consiste en considerar al liberalismo económico como origen de lo que llama las “revoluciones conservadoras” aparecidas en el mundo anglosajón e iraní a partir del 79, con la llegada al poder de Margaret Thatcher, Ronald Reagan y el Ayatola Jomeini, en sus respectivos países.
Las “revoluciones conservadoras” se sostendrían a su vez en la aplicación del postulado de la “mano invisible” de Adam Smith a todas las áreas de la sociedad, y no sólo a la economía. De modo que sería el egoísmo atomizador el que habría dinamizado las economías mundiales a partir de los 20 últimos años del pasado siglo, pero además sería el culpable de la tendencia a la fragmentación, al particularismo, a la xenofobia, que amenazan con producir el naufragio de nuestras civilizaciones. Y esto por su voluntad inequívoca de disminuir el tamaño del Estado y primar la libertad del individuo sobre toda otra alternativa.
Pero sin libertad no hay mérito ni culpa. No tenemos derecho a recibir reconocimiento por algo que no hemos hecho. Las cosas pierden su valor o su importancia si no se realizan libremente. Tampoco culparíamos a nadie de ningún tipo de acto censurable si ha sido obligado a realizarlo en contra de su voluntad.
Entregar la libertad al Estado para que éste nos proporcione seguridad se parece mucho al planteamiento de todas las distopías de la historia de la literatura. Algunos ejemplos: “Nosotros” de Evgueni Zamiatin; “1984” de George Orwell, analizado extensamente por Malouf en esta obra. Pretender homogeneizar todas las posturas para que no haya fricciones se parece mucho al mundo deseado por el estalinismo de la URSS que describe Solzhenitsyn en “Archipiélago Gulag”.
Lo curioso es que al final del libro, el Sr. Malouf se muestra muy preocupado por la aparición de algo similar a un nuevo totalitarismo en la figura de la digitalización que conocerá y comerciará con nuestros datos más personales y que acabará con un elevadísimo número de empleos en todo el mundo, exacerbando las desigualdades hasta extremos insostenibles.
Para él, “cada generación tiene que hallar un equilibrio entre dos exigencias: protegerse de quienes se aprovechan del sistema democrático para promover modelos sociales que acabarían con cualquier libertad, y protegerse también de los que estarían dispuestos a asfixiar la democracia so pretexto de protegerla”. Es la pescadilla que se muerde la cola, el inacabado juego de averiguar cuál es el límite de la libertad individual si queremos vivir en comunidad.
La falacia está en presentar las dos alternativas del modo siguiente: el comunismo ha fracasado, pero era una buena idea; el liberalismo ha fracasado porque el fomento de la libertad individual lleva al egoísmo fragmentario y xenófobo.
Creo que es un hecho contrastado que el comunismo no ha sido nunca una buena idea mal ejecutada. No sé cuántos países más debería llevar a la ruina o cuántos asesinatos directos e indirectos debería provocar para que esto fuera un hecho incontestable para ciertos sectores. Es curioso como para quien defiende esta ideología, el problema no es la ideología, sino el lamentable hecho de que se ha implementado de manera incorrecta (pero ellos serán los primeros en la historia capaces de desarrollarlo fielmente…).
Se olvidan de que justicia no es dar a todos lo mismo (cuanto menos sea esto, más fácilmente se desarrolla el ideal); sino que cada uno sea capaz de generar lo que considere oportuno. ¿Supone esto abolir el Estado? Desde luego que no, pero tampoco justifica el aparato burocrático de gestión política y de crecimiento elefantiásico que ha pretendido siempre instaurar el colectivismo centralizador.
El liberalismo, por otra parte, no trata de imponer un cielo en la tierra. Más bien pretende garantizar la posibilidad de que cada uno pueda buscar lo que considere su cielo viviendo en libertad.
Por eso es cada vez más necesaria la educación financiera, entendida como parte de una educación integral. Para contar con una serie de coordenadas que nos hagan pisar tierra en estos debates que son los que en definitiva acaban moviendo el mundo en determinada dirección.
Ver publicaciones anteriores de Francisco Romero. Asesor Financiero en Caser A.V. Asociado EFPA 30478
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