Estaba ya uno viendo la luz después de este extraño periodo en el que nos ha sumido la pandemia cuando nos ha sobrevenido otra pandemia, quizás la peor de todas: la guerra.
Lo más deprimente de todo, al menos para mí, es haber visto ese gran esfuerzo de la humanidad por salvar el número máximo de vidas posible frente a un nuevo virus como ha sido el COVID y que de repente otro virus en forma de dictador totalitario, otro matón más, declare una guerra para aniquilar miles de vidas, aduciendo peregrinas justificaciones, cuando solo son razones geopolíticas arengadas por un ultranacionalismo trasnochado. Aunque viendo como aumenta la extrema derecha en muchas democracias occidentales con el nacionalismo, las fronteras o la identidad como bandera lo de llamarlo trasnochado puede que no sea tan exacto sino una tendencia peligrosa en alza.
Eduardo Galeano aseguraba: ‘Las guerras mienten. Ninguna guerra tiene la honestidad de confesar yo mato para robar’. Cree uno inocentemente que, rozando casi el primer cuarto del siglo XXI, y después de lo padecido durante todo el siglo XX con sus guerras, esto de los conflictos bélicos era algo superado, pero nunca más lejos de la realidad. Si repasamos la historia del siglo XX ha habido más de 100 conflictos (una buena parte de ellos fueron guerras civiles) y ya en pleno siglo XXI ha habido más de 70 episodios bélicos entre conflictos, crisis, guerras, rebeliones, insurgencias, ofensivas o intervenciones. Ahí tenemos, aunque suene mucho menos, la guerra civil de Siria que empezó en 2011 y lleva ya más de 500.000 muertos o la de Irak contra el Dáesh que desde 2003 sigue viva y cobrándose cientos de miles de víctimas o algunas menos clásicas como la guerra contra el narco en México que va por más de 350.000 muertos y 72.000 desaparecidos. Cifras escalofriantes que evidencian que la violencia es consustancial a nuestra esencia como especie y que queda mucho en nuestra evolución.
Lo de Putin no tiene perdón. Tampoco los gobiernos derrocados en Sudamérica en el siglo XX o los nueve países que invadió EE.UU. en los últimos 25 años como Afganistán o Irak. Una invasión militar donde también estuvo España involucrada en la que los propios españoles, incrédulos, nos vimos inmersos por los sueños megalómanos y oportunistas de un presidente de gobierno como Aznar que arrastró a nuestra sociedad a una guerra injustificada -de la que no ha pedido perdón- donde arrasamos un país, a su sociedad civil y a un gobierno -dictatorial- por culpa de unas armas de destrucción masiva que nunca existieron y dejando un país más inestable y peor que cuando se intervino. Viles mentiras que llevan a conflictos donde sufren los mismos: los civiles y los más pobres.
La guerra contra Ucrania no será desgraciadamente la última de este siglo, da miedo pensar que fuera la última. La guerra es un gran negocio; algunos de los países que se erigen en salvadores del planeta y de luchar por la paz mundial son los países que luego venden más armas y a los que más les interesa que existan conflictos bélicos.
No sé cómo va a terminar esta guerra, pero me preocupa mucho que esté involucrado uno de los países con más armas nucleares del mundo y con un líder que ha decidido que prefiere ser más temido que apreciado.
El otro día en una de las actividades regulares de lectura y debate que teníamos en la asociación Marbella Activa decía mi amigo Fede que no conservaba mucha esperanza en el futuro cuando hablábamos del panorama político y social de España; de la enorme crispación y polarización de la sociedad, del circo político y de los retrocesos que están sufriendo nuestros valores sociales, cívicos, culturales y democráticos. Querido Fede te quise decir, y no pude, que lo excepcional hoy es conservar altos los ánimos y tener esperanza en estos tiempos tan extraños como aciagos que estamos viviendo. Que puede que los locos seamos los que aún hablamos de esperanza, aunque sea algo impostada. Y eso que ni hablamos del cambio climático ni de esta guerra que aún no había estallado.
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