Dicen que lo que mal empieza mal acaba. Cualquier suceso es difícil de juzgar si no tenemos toda la información. En este caso me atrevería a afirmar que la mala planificación de las ciudades no ha ayudado en demasía. De las ciudades en general o sus barrios, en particular, esperamos -o se debería esperar- que estén lo suficientemente dotados para ser verdaderos espacios de proximidad y de convivencia que permitan a sus vecinos disponer de la mejor calidad de vida posible promoviendo los mínimos desplazamientos gracias a disponer en estos pequeños pueblos (tal y como se está haciendo en ciudades como París) de todos los servicios necesarios, tanto públicos como privados. El resultado de una correcta ejecución de las herramientas de la que el urbanismo dispone a través de los planes generales de ordenación urbana.
Lo que debería ser lo normal se convierte en una utopía. La realidad, tan tozuda como siempre, es que los desarrollos urbanísticos privados crecen mucho más rápidos que los públicos provocando que apenas quede luego suelo público o este sea insuficiente para el desarrollo de los equipamientos educativos, sociales, medioambientales, deportivos o sanitarios necesarios. Resultando barrios o urbanizaciones colmatadas de construcciones privadas y deficitarias para garantizar el bienestar de sus vecinos.
Podemos pensar en cualquier barrio o zona pero en este artículo quiero poner el foco en una: la zona del Trapiche Norte y de su equipamiento educativo. La construcción del colegio Vargas Llosa no fue a impulso de la administración sino por la presión de las familias al tener a sus hijos en barracones prefabricados (ahora esos padres los tienen en un instituto en iguales condiciones). Era 2010 y trascurrieron tres años hasta que se construyó el que es hoy el colegio público Vargas Llosa. Los padres y madres lo consiguieron pero fue difícil al no tener toda esta zona mucho suelo para estos usos lo que provocó un colegio embutido en una de las pocas pastillas urbanísticas disponibles, en una zona ya colapsada. Con el consiguiente perjuicio a los vecinos y las familias de los alumnos que apenas disponen de aparcamientos para dejar a sus hijos con comodidad ante el ritmo de vida frenético que nos impone esta sociedad moderna.
Este pasado martes un padre aparcó junto a este colegio para dejar a su hija en el día de su graduación de infantil. Hizo una parada de un par de minutos como podemos hacer otros padres. A lo mejor de forma indebida pero sin molestar a nadie ni obstaculizar el tráfico pero el policía que estaba allí no se lo puso fácil. Realmente cumplía con su deber pero ante la amenaza de la multa y la retirada del coche por la grúa llevó al padre en cuestión a no parar y a terminar arrollando ligeramente al policía con su vehículo.
Si vemos el vídeo del suceso en las redes y solo analizamos ese fragmento las conclusiones pueden ser rápidas. Pero lo que ocurrió muchos sabían que tarde o temprano podría llegar a pasar. Solo era preciso que alguien tuviera un mal día.
Al padre le va a costar caro. No solo el escarnio de llevárselo con grilletes y enfrentarse a un delito penal y la correspondiente sanción económica. No tiene justificación alguna lo que hizo este padre pero lo que le sucedió a él puede pasarle a cualquiera. Solo basta un día con más prisas de lo habitual y no tener la paciencia necesaria para aguantar un perorata de un agente del orden sin la debida educación.
Los familias del colegio llevaban advirtiendo que los modales del policía no eran los mejores para estar en la puerta de un colegio, ya no hablemos de las multas puestas ni de las amenazas de estas. Las quejas no han sido solo en este centro sino que hay precedentes en otro colegio. De hecho se llegó a presentar un escrito a la policía ante la actitud cuestionable de este agente (caso omiso). Un policía debe siempre -y más en sitios donde lo que hay son familias y niños- mantener el orden, no alterarlo. Debe ser un agente facilitador, promover la convivencia y ejercer la autoridad y el poder coercitivo en última instancia pero no como procedimiento habitual. Los sucesos sociales pueden tener detrás una cierta complejidad. Este desde luego no es resultado de algo fortuito. Cuando en la ciudad las cosas no se hacen bien desde un principio luego no nos podemos extrañar de que ocurran estos hechos cuyas consecuencias terminan por sufrirlas el último eslabón y el más desamparado: el ciudadano
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