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La ciudad fabril: del uso al abuso, el artículo de Lucía Prieto

La mayoría de las ciudades conservan en su centro urbano la huella de la ciudad medieval, caracterizada por la superposición de funciones y la convivencia de distintos grupos sociales ordenados en rígidos estamentos. Esos rasgos responden a sistema económico preindustrial en el que las funciones del marco urbano no estaban delimitadas: la vivienda era continuación de taller, el taller se abría a la calle; los equipamientos eran precarios y aún no se había desarrollado la regulación de la vida urbana. De la revolución industrial emergió una ciudad fragmentada que adaptó su morfología al espacio productivo. Su infinito crecimiento derrumbó murallas y sacó del centro urbano la actividad industrial.

En el corazón de las ciudades se consolidó, ya en pleno auge de la sociedad burguesa, su ancestral función comercial, administrativa y política. El capitalismo le añadió la función financiera y la burguesía los dotó de los espacios que definían la representación de la sociedad clasista: teatros, cafés, museos y los anchos bulevares que conducían a los ensanches. El turismo configuró la definitiva terciarización de las ciudades cuando, entre la Europa de posguerra y los años setenta, se generalizó como una práctica de ocio masivo. Y en la España que dejaba atrás el hambre y el racionamiento se convirtió en el principal motor económico y social.

En Marbella la transformación del paisaje urbano es bien conocida gracias a la obra de Francisco Javier Moreno quien sostiene que pese al impacto medioambiental, el desarrollo de uno de los más intensos procesos urbanizadores del franquismo fue regulado. En el marco de aquel proceso expansivo general, la costa malagueña configuró un modelo de alojamiento turístico cimentado en establecimientos de alto nivel. En los años setenta el mayor porcentaje de hoteles de la provincia se concentraban en municipios englobados en la marca Costa del Sol. Marbella contaba con un elevado número de hoteles de lujo y fue una de las primeras ciudades en las que se desarrollan planes de formación profesional para la especialización laboral en hostelería. La calidad de sus servicios fue emblema de una ciudad que proyectaba a través del NO-DO su belleza y su elegancia. Todavía extraña que Marbella, tan orgullosa de su buen gusto, eligiera –no de forma tan absoluta como se pretende— a la representación más soez de la política.

El gilismo fue responsable con la necesaria colaboración de determinadas elites autóctonas de la ruptura del espacio que pese al turismo había sostenido la vida colectiva en su centro urbano. Hasta los años noventa la ciudad mantuvo junto a los restaurantes, hoy abusivamente invasivos, el tránsito peatonal; conservaba el encanto del pequeño comercio: boutiques y zapaterías emblemáticas; inolvidables negocios familiares y marcas que hoy solo se encuentran en las macro tiendas del Corte Inglés y La Cañada. Hasta entonces se conciliaba la actividad cultural en el centro y el negocio de la restauración y aún era posible la convivencia de la terraza turística y el asiento público, hoy los bancos son difuntos amortajados bajo un mantel. Del latrocinio de aquellos años sobre lo público y comunitario cuya herencia persiste ya se ha agotado el lamento y la vergüenza.

Pero era solo el principio de lo que había de venir: el regreso a la ciudad medieval. De nuevo la vida urbana deja de estar segmentada entre el espacio de la vida y el del trabajo y la producción. El turismo de masas y la cultura especulativa han convertido al propietario de cualquier inmueble en hotelero, porque la renta procedente del turista multiplica el beneficio. Es una actividad licita que el abuso convierte –como demuestran la magnitud de la denuncias— en ilegitima porque no existen mecanismos reguladores del comportamiento del usuario de tales viviendas. A diferencia de lo que ocurre en las empresas de hostelería, el nuevo hotelero no se hace responsable del daño que su clientela infringe a la comunidad. Y beneficiario de tarifas que triplican el alquiler de una vivienda normal, traslada a los poderes públicos la responsabilidad de controlar su negocio mediante la policía municipal.

El intrusismo de la vivienda residencial de cualquier nivel en el modelo de alojamiento turístico viene siendo analizado desde múltiples agencias. Sus efectos sociales se revelan amenazantes pues el modelo neoliberal y, sobre todo, la codicia han permitido un abuso del que se deriva el encarecimiento del alquiler y el desplazamiento de los vecinos a la periferia. A largo plazo la subida del alquiler tendrá otros efectos más dramáticos como el abandono de los estudios universitarios por la imposibilidad de pagar alojamiento y el aumento de las personas sin techo. A corto plazo, la proliferación de este alojamiento ha difuminado por completo la frontera entre la actividad económica destinada al ocio y el espacio vital y cotidiano de la población trabajadora que, en gran parte, se incluye en el sector del turismo.

La distinción entre el uso y el abuso de la vivienda turística se define a partir de algo tan elemental como es la conducta cívica. Pagar por el disfrute de un espacio lúdico privado no da derecho a un comportamiento incivilizado que desafortunadamente se da. Es incívico y contrario a la convivencia la explotación económica de viviendas y espacios recreativos sin adaptar a eventos que se realizan con el fondo de decibelios torturantes, que supera los niveles permitidos por la normativa tanto de día como de noche. Esos decibelios afectan a lo más profundo de la vida cotidiana, obligan a los vecinos a recluirse, precisamente los días festivos que cualquier trabajador espera con ansiedad, en el interior de sus viviendas, cerrando herméticamente las ventanas y obligándolos a escapar de sus propios hogares. En las zonas donde proliferan las viviendas turísticas son los trabajadores quienes se adaptan al ritmo del ocioso visitante y no al contrario. Pero el problema no está tanto en los ritmos sino en los comportamientos. El buen uso de la vivienda turística lo marca el respeto de los usuarios tanto a la propiedad como al vecindario, la ausencia de controles sobre el gamberrismo convierte la buena voluntad del propietario en abuso porque carece de mecanismos de control.

Los inquilinos indeseables pueden agotar al límite las posibilidades que ofrecen el alojamiento. Como una vivienda turística no es un hotel donde la afluencia se controla desde recepción, los usuarios pueden libremente compartir el disfrute en sus servicios con otros usuarios pues no existe control sobre el visitante. En contra de cualquier forma de convivencia en esos espacios, se celebran fiestas, más de una vez convertidas en “botellón”, sin restricción horaria ni respeto a las normas de comportamiento colectivo. Y esto es evidente en las denuncias de comunidades de vecinos y en las llamadas que cada fin de semana se hacen a la policía municipal. ¿Acaso el gamberrismo sería posible en un establecimiento hotelero? Jamás sería posible porque la actividad hotelera está reglamentada, sus trabajadores son profesionales, sus clientes se registran y aceptan una conducta compatible con las necesidades y expectativas de los demás clientes y porque el gamberrismo, se da, si no exclusivamente, en alojamientos periféricos a la industria hostelera y carentes de mecanismos reguladores.

Las ciudades que han sido pioneras en el desarrollo de la industria turística, hasta hace muy poco, han cuidado el legado del buen servicio y la convivencia ciudadana. De ello depende que la principal actividad económica siga generando riqueza y empleo, sin que el abuso merme los derechos y la calidad de vida de sus habitantes.

Lucía Prieto

Profesora Titular del Departamento de Historia Moderna y Contemporánea de la Universidad de Málaga

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